
Desde la terraza de casa se ve un parque infantil de esos que tienen el suelo acolchado, hay unos columpios y un estanque con peces anaranjados y grises. Durante las tardes frías de invierno el parque aparece casi siempre vacío, solamente algunos días se puede ver deambulando a un grupo de rumanos atentos a los contenedores de basura que hay por la zona, aguardando el momento de hacerse con algún objeto de valor que cualquier vecino ha considerado inútil o innecesario. Pero durante las últimas semanas, a medida que el sol ha empezado a calentar y se han alargado los días, el parque se ha ido poblando de niños y chavales que acuden a merendar y a jugar a lo que en este momento esté de moda, a correr de un lado para otro o matar la tarde hasta que llegue la hora de la cena. A veces sus voces se filtran y resuenan en el interior del salón, salgo a la terraza y los miro envidiando la despreocupación con la que corren detrás de una pelota o se persiguen unos a otros sin que parezcan pensar en nada más, libres de preocupaciones y de dolores, ajenos a cualquier tipo de responsabilidad y desarmados de prejuicios y de tópicos, sus cabezas no están todavía invadidas por las sombras del miedo y no se preguntan sobre qué cuestiones deberían de preocuparles, simplemente se dejan llevar lenta pero decididamente, en ellos todo fluye sin demasiado esfuerzo. Es como decir que escapan de cualquier tipo de impostura y se limitan a vivir el presente sin esconderse detrás de corazas protectoras, desbordando energía que ahoga a quienes los observamos desde esta lejanía física y temporal, con esa especie de sentimiento de no retorno y de que cualquier tiempo pasado fue mejor, o tal vez solo fue pasado y nada más. Pero consigo retrotraerme hasta esa edad en la que todo adquiría un sentido transcendental y en el que nada era predecible, cualquier reto se convertía en peligrosamente real y apetecible y un encuentro, acto o frase producía en nosotros un cambio insignificante e inmenso. No existía o no creíamos en el futuro y lo único que nos hacía llorar era la alegría o la rabia, nos limitábamos a mirar a nuestros héroes creyéndoles inaccesibles y a gravitar por esa espiral que nos dirigía hacia la adolescencia, otros mundos nos esperaban y no éramos conscientes de ello, simplemente creíamos tener derecho a buscar la utopía pero no hacíamos nada por encaminarnos hacia ella, nos dejábamos llevar sin gobierno a la manera de quien deja su bote a la suerte de vientos y corrientes marinas a la espera de avistar cualquier falso paraíso.